http://asojodcr.blogspot.com/2012/11/tema-polemico-el-ocaso-de-la-democracia.html
El día de ayer, La Nación publicó una encuesta donde revela algo que se ha convertido en una tendencia preocupante: el aumento de la cantidad de ciudadanos que están decepcionados de la democracia y prefieren, en su lugar, un autoritarismo. Según dichos datos, 43% de los encuestados aseguraron que es mejor tener otro sistema diferente al democrático, cuando dicha variable había registrado 22% en la encuesta de 2006.
En ASOJOD observamos con temor esta situación que va in crescendo, no por la defensa axiologica de la democracia, sino por la vulnerabilidad que amenazaría los derechos individuales. Nos explicamos. En reiteradas ocasiones hemos indicado que validamos la idea churchilliana de la democracia, por cuanto, parafraseando al célebre ex Primer Ministro británico, ella es el peor sistema de gobierno, exceptuando a todos los demás. Lamentablemente, la evolución institucional ha llegado a un punto donde el abanico de opciones en regímenes políticos no es prolífico: dictadura, monarquía, democracia y anarquía, con variaciones de grado que las acercan o alejan del "tipo ideal" utilizando el concepto weberiano. Podríamos hablar del minarquismo, que dicho sea de paso, es un modelo más acorde con las ideas que sostenemos en ASOJOD, como un sistema donde el Estado debe proteger los derechos individuales de la coerción que pueda existir en las relaciones humanas, dejando todas las demás actividades humanas sujetas a la relación voluntaria y contractual de los individuos. No obstante lo anterior, y muy a nuestro pesar, el minarquismo no ha sido aplicado, al menos con claridad y decisión, en diferentes momentos históricos. Lo mismo podríamos decir de la anarquía, que pareciera ser solo posible en colectivos muy pequeños, aunque siempre con la duda de que la propia inexistencia de reglas es una regla que anula el significado literal del término.
Independientemente de esta reflexión teórica, lo cierto es que la historia política de la humanidad se ha caracterizado, en diferentes momentos y con gradaciones diversas, en organizaciones monárquicas, dictatoriales (muchas veces siendo el mismo monarca el mandamás totalitario) y democracia (con más o menos peso de los derechos individuales y con formas de organización del gobierno parlamentario, presidencialista o mixto). En este sentido, consideramos que los datos de la encuesta antes mencionada, aunado a la vivencia por la que han pasado la mayoría de los pueblos latinoamericanos, son motivos suficientes para preocuparnos. Si la conclusión a la que se pudiera llegar al ver los números es que la gente apostaría por un modelo minarquista, celebraríamos con algarabía; pero el panorama no es tan alentador. Tristemente, cuando se observa que el porcentaje de personas que expresamente preferirían el establecimiento de un gobierno autoritario pasó de 11% en 2006 a 22% en este año, los temores comienzan a tomar fuerza.
Si de ese 43% apuntado en el primer párrafo que prefiere un sistema diferente al democrático, un 22% expresamente escoge el autoritarismo, es dable pensar que el 21% no debe tardar mucho en convencerse de lo mismo. Si a eso se le suma el descontento manifiesto de la ciudadanía con el proceso electoral, reflejado en el abstencionismo (que ha subido como la espuma en los últimos tres comicios nacionales), entonces cada vez se vuelve más probable que unos pocos elijan a quien gobierne el país y con la flacidez institucional, el mal diseño de las reglas de juego constitucionales y la concentración de poder en pocas manos, no parece tan descabellado pensar que pronto el cerco contra la libertad se irá estrechando.
Como lo dijimos antes, el motivo de nuestra preocupación no es la democracia per se, sino la protección de los derechos y libertades individuales. La democracia tiene muchísimos defectos, especialmente porque es un modelo que permite o posibilita la tiranía de las mayorías y aunque la teoría y práctica de los derechos humanos ha avanzado hasta un punto donde en casi todas las latitudes se impide que las mayorías decidan sobre algunos derechos de las minorías, lo cierto es que todavía persisten enormes violaciones a ese principio, especialmente en materia económica, donde se legaliza e institucionaliza el robo del producto del trabajo individual mediante impuestos, se empeña el futuro de las personas con endeudamiento estatal, las regulaciones que políticos y burócratas imponen a empresarios y trabajadores, etc.
Y todos estos problemas se agravarían en caso de un gobierno autoritario. Si ya de por sí, el nuestro es un sistema político de partido hegemónico, en el cual el PLN tiene prácticamente copados todos los puestos de poder y la oposición es sumamente débil, desarticulada y golpeada por diferentes cuestionamientos (muchos de ellos impulsados por un sistema judicial parcializado), la existencia de un gobierno autoritario formalmente instaurado complicaría más la situación. No queremos ni imaginarnos cuán grave sería la amenaza contra las libertades económicas, así como las civiles y políticas. Sin duda, el escenario es, cuando menos, aterrador.
A pesar de nuestro tono negativo, no todo está perdido. El sistema político y el régimen democrático costarricense deben reinventarse para poder satisfacer los deseos, expectativas, intereses y valores de los ciudadanos. Se requiere mucha más participación de estos, más espacios políticos, mayor desconcentración de poder, fortalecimiento del sistema republicano de frenos y contrapesos, más libertad, menos Estado y un compromiso de los actores políticos para hacer las modificaciones correspondientes. Aunque suene difícil, todo pasa porque el ciudadano comience a exigir más poder y hacer valer sus libertades y derechos, en lugar de cruzarse de brazos y sentarse a esperar que los cambios surjan por sí solos.
La democracia costarricense, al menos en la forma en la que la hemos conocido desde hace años, está agotada y su ocaso se acerca. Depende de nosotros los individuos lo que surja en su lugar: un totalitarismo al estilo de los demás países latinoamericanos o una minarquía respetuosa de los derechos y libertades.
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